Por: Raquel Durán Calzada
Las aspiraciones colectivas de nuestras sociedades actuales por lograr una mejora en el bienestar social y una vida más saludable y de mayor calidad para toda la población incluyen, necesariamente, hablar de infancia y adolescencia. Estos grupos representan tanto el presente como el futuro de nuestras comunidades. En este sentido, el concepto de prevención de situaciones de riesgo cobra una importancia clave, entendido como el conjunto de acciones orientadas a reducir los escenarios no deseados y favorecer los entornos positivos.
Las ciencias humanas y sociales han avanzado en el conocimiento y análisis de los indicadores de riesgo, es decir, datos que muestran la posibilidad de que se generen situaciones perjudiciales para las personas implicadas. Estos indicadores sirven de base para la creación de estrategias de actuación enfocadas especialmente en este sector vulnerable de la población.
En los últimos cincuenta años, especialmente a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y, de manera más concreta, con la adopción del Convenio sobre los Derechos del Niño por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, ha crecido la preocupación por establecer criterios y estándares que ayuden a definir la calidad de los servicios sociales destinados a la atención infantil y adolescente.
Desde que los derechos de la infancia y adolescencia empezaron a ser reconocidos de forma explícita, las sociedades han avanzado en el desarrollo de acciones orientadas a reducir la probabilidad de que ocurran incidentes negativos, particularmente cuando se presentan factores de riesgo acumulados. Las políticas sociales dirigidas a la población infantil y adolescente no pueden quedar al margen de las estrategias preventivas y de promoción del bienestar.
Desde esta perspectiva, se vuelve imprescindible implementar intervenciones públicas integrales e intensivas en aquellos entornos donde tienden a concentrarse altos niveles de desigualdad social, pobreza y distintas formas de exclusión económica, cultural y comunitaria. Es precisamente en estos contextos donde suelen producirse efectos multiplicadores del riesgo para niñas, niños y adolescentes.
Un indicador del valor que una sociedad se da a sí misma es el trato que ofrece a sus niños, quienes constituyen su futuro, la perpetuación de su cultura y la garantía de su transmisión generacional. Los niños poseen una larga lista de derechos humanos universales, compartidos con los adultos, y son agentes sociales activos que contribuyen productivamente a su comunidad a través del capital humano y social que representan.
Las ideas y representaciones sociales compartidas sobre la infancia en cada sociedad determinan cómo se entienden los problemas sociales relacionados con esta etapa de la vida, y también cómo se proponen y asumen las soluciones, las cuales deben ser vistas como una responsabilidad colectiva.
Coleman define el capital social como la capacidad de las personas para trabajar en equipo con base en valores compartidos en la interacción social. Es decir, se trata de los activos de los que disponen los individuos para relacionarse entre sí con el fin de brindar servicios y beneficios a los demás. Para comprender cómo acceden a este recurso los niños, niñas y adolescentes, se presenta a continuación un breve resumen del proceso institucionalizador al que pueden verse sometidos.
En primer lugar, los servicios sociales reciben una denuncia o demanda de atención relacionada con infancia o adolescencia. Esto significa que un pariente, vecino, educador de calle, docente escolar o incluso un familiar cercano del mismo núcleo familiar ha acudido a servicios sociales para reportar una posible irregularidad en la protección y cuidado del menor. Esta denuncia es gestionada por el Departamento de Bienestar y Familia, en conjunto con el Departamento General de Atención a la Infancia y Adolescencia (DGAIA), los cuales evalúan la situación y determinan las acciones a seguir en cada caso.
En segundo lugar, entra en escena la institución judicial, la cual dictará sentencia. Si el juzgado considera que los padres o tutores legales no están en condiciones de ejercer adecuadamente su función protectora, de guarda y atención necesarias para el desarrollo integral del menor, se tomarán medidas alternativas. En primera instancia, se valorará la posibilidad de que el niño, niña o adolescente sea tutelado por un integrante de la familia extensa (tíos, abuelos, primos mayores de edad, entre otros). Si esta opción no es viable —por incapacidad o por ausencia de dicha red familiar— el menor pasará a una tutela administrativa, y será acogido en un recurso especializado como un Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE).
Existen, además, diversas instituciones que se encargan de velar por niños y adolescentes en condiciones específicas: menores abandonados, huérfanos, migrantes, o con problemáticas severas. Para estos casos, existen recursos como los Centros Residenciales de Educación Intensiva (CREI) —dirigidos a jóvenes con conductas conflictivas o cuadros de drogadicción—, así como centros de salud mental o de educación especial adaptados a las necesidades particulares de cada menor.
Durante todo el proceso judicial, el niño, niña o adolescente es trasladado a un Centro de Acogida, desde donde se coordina su reubicación hacia su nuevo entorno de residencia. Aunque se procura que esta situación sea temporal, el objetivo ideal es lograr la reintegración familiar una vez que se hayan superado las condiciones que originaron la separación. Sin embargo, es importante señalar que, desde la experiencia profesional y tras haber trabajado durante cinco años en la atención directa dentro de los CRAE, el retorno al núcleo familiar no suele ser el desenlace más frecuente.
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